Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov. La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora. Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban. Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro! - ¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! -le decía a su padre cada vez que bajaba el telón-. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo! Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música. - ¡Papá! -dijo en el último entreacto-. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana. Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer. - Vengan todos, excepto las mujeres -le dijo por lo bajo a Fenoguenov-. Mi hija es aún demasiado joven... Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron. La comida fue aburridísima. Limonadov, desde el primer plato hasta los postres, estuvo hablando de su estimación al jefe de policía y a todas las autoridades. De sobremesa, Vodolasov lució sus facultades cómicas imitando a los comerciantes borrachos y a los armenios, y Fenoguenov, un ucranio de elevada estatura, ojos negros y frente severa, recitó el monólogo de Hamlet. Luego, el empresario contó, con lágrimas en los ojos, su entrevista con el anciano gobernador de la provincia, el general Kaniuchin. El jefe de policía escuchaba, se aburría y se sonreía bonachonamente. Estaba contento, a pesar de que Limonadov olía mal y Fenoguenov llevaba un frac prestado, que le venía ancho, y unas botas muy viejas. Placíanle a su hija, la divertían, y él no necesitaba más. Macha, por su parte, miraba a los artistas llena de admiración, sin quitarles ojo. ¡En su vida había visto hombres de tanto talento, tan extraordinarios! Por la noche fue de nuevo al teatro con su padre. Una semana después, los artistas volvieron a comer en casa del funcionario policíaco. Y las invitaciones, ora a comer, ora a cenar, fueron menudeando, hasta llegar a ser casi diarias. La afición de Macha al arte teatral subió de punto, y no había función a la que no asistiese la joven. La pobre muchacha acabó por enamorarse de Fenoguenov. Una mañana, aprovechando la ausencia de su padre, que había ido a la estación a recibir al arzobispo, Macha se escapó con la compañía, y en el camino se casó con su ídolo Fenoguenov. Celebrada la boda, los artistas le dirigieron una larga carta sentimental al jefe de policía. Todos tomaron parte en la composición de la epístola. - ¡Ante todo, exponle los motivos! -le decía Limonadov a Vodolasov, que redactaba el documento-. Y hazle presente nuestra estimación: ¡los burócratas se pagan mucho de estas cosas!... Añade algunas frases conmovedoras, que lo hagan llorar... La respuesta del funcionario sorprendió dolorosamente a los artistas: el padre de Macha decía que renegaba de su hija, que no le perdonaría nunca el «haberse casado con un zascandil idiota, con un ser inútil y ocioso». Al día siguiente, la joven le escribía a su padre: «¡Papá, me pega! ¡Perdónanos!» Sí, Fenoguenov le pegaba, en el escenario, delante de Limonadov, de la doncella y de los lampistas. No le podía perdonar el chasco que se había llevado. Se había casado con ella, persuadido por los consejos de Limonadov. - ¡Sería tonto -le decía el empresario- dejar escapar una ocasión como ésta! Por ese dinero sería yo capaz, no ya de casarme, de dejar que me deportasen a la Siberia. En cuanto te cases construyes un teatro, y hete convertido en empresario de la noche a la mañana. Y todos aquellos sueños habíanse trocado en humo: ¡el maldito padre renegaba de su hija y no le daba un cuarto! Fenoguenov apretaba los puños y rugía: - ¡Si no me manda dinero le voy a pegar más palizas a la niña!... La compañía intentó trasladarse a otra ciudad a hurto de Macha y zafarse así de ella. Los artistas estaban ya en el tren, que se disponía a partir, cuando llegó la pobre, jadeante, a la estación. - He sido ofendido por su padre de usted -le declara Fenoguenov-, y todo ha concluido entre nosotros. Pero, ella, sin preocuparse de la curiosidad que la escena había despertado entre los viajeros, se postró ante él y le tendió los brazos, gritándole: - ¡Lo amo a usted! ¡No me abandone! ¡No puedo vivir sin usted! Los artistas, tras una corta deliberación, consintieron en llevarla con ellos en calidad de partiquina. Empezó por representar papeles de criada y de paje; pero cuando la señora Beobajtova, orgullo de la compañía, se escapó, la reemplazó ella en el puesto de primera ingenua. Aunque ceceaba y era tímida, no tardó, habituada a la escena, en atraerse las simpatías del público. Fenoguenov, con todo, seguía considerándola una carga. - ¡Vaya una actriz! -decía-. No tiene figura ni maneras, y además es muy bestia. Una noche la compañía representaba Los bandidos, de Schiller. Fenoguenov hacía de Franz y Macha de Amalia. Él gritaba, aullaba, temblaba de pies a cabeza; Macha recitaba su papel como un escolar su lección. En la escena en que Franz le declara su pasión a Amalia, ella debía echar mano a la espada, rechazar a Franz y gritarle: «¡Vete!» En vez de eso, cuando Fenoguenov la estrechó entre sus brazos de hierro, se estremeció como un pajarito y no se movió. - ¡Tenga usted piedad de mí! -le susurró al oído-. ¡Soy tan desgraciada! - ¡No te sabes el papel! -le silbó colérico Fenoguenov- ¡Escucha al apuntador! Terminada la función, el empresario y Fenoguenov sentáronse en la caja y se pusieron a charlar. - ¡Tu mujer no se sabe los papeles! -se lamentó Limonadov. Fenoguenov suspiró y su mal humor subió de punto. Al día siguiente, Macha, en una tiendecita de junto al teatro, le escribía a su padre: «¡Papá, me pega! ¡Perdónanos! Mándanos dinero.» |